El calendario electoral vuelve a traer a colación el desigual peso de las provincias en la política nacional, y junto con ello, el gravitante papel de la provincia de Buenos Aires en el entramado del país federal. En ese gigantesco padrón electoral estará concentrada la atención hasta el 7 de septiembre cuando el resultado de las urnas, acechado por la apatía ciudadana que se ha hecho patente en otros distritos, exponga quienes se alcen con el triunfo y ofrezca evidencias firmes para conjeturar la puja electoral del 26 de octubre donde Milei apuesta a aumentar la representación en ambas cámaras para emprender las reformas que están en carpeta de cara al 2027. Entretanto, la LLA pergeña estrategias y alianzas en las provincias para cercenar el poder de fuego del kirchnerismo, fidelizar a los díscolos y aumentar la representación propia siguiendo los pasos que impone el sistema federal configurado desde el siglo XIX. Un sistema compuesto por el gobierno nacional y los gobiernos provinciales dotados de recursos diferentes cuyas relaciones pueden fortalecer o debilitar la cultura institucional y la democracia.
No hay nada nuevo bajo el sol, diría Unamuno. Ya en 1878, el jurista mendocino Julián Barraquero advertía que las intervenciones federales habían inclinado la balanza a favor del poder presidencial en detrimento de las provincias desvirtuado los preceptos constitucionales y el funcionamiento republicano. Tales reflexiones presagiaron las polémicas a raíz de la federalización de la ciudad de Buenos Aires en las que afloraron dos formas de entender el federalismo en la bisagra de 1880: la versión “centralista” promovida por Juan B. Alberdi y José Hernández quienes juzgaban necesario fortalecer las facultades del gobierno nacional, y la versión “pluralista” representada por voces influyentes del espacio político bonaerense: la del líder autonomista Leandro N. Alem, y la de su gobernador, Carlos Tejedor, quienes enarbolaron la bandera de las libertades o autonomías provinciales frente al gobierno federal.
Los debates sobre el federalismo mantuvieron plena vigencia en el cambio de siglo ocupando un lugar de relieve en la prensa, el congreso, las aulas universitarias y los textos de doctrina e historia constitucional. El mismo se formalizó en el momento del Centenario cuando la “cuestión federal” impregnó la reflexión sobre el funcionamiento del gobierno representativo republicano, los partidos políticos y la cuestión electoral, inmersa en el dilema de cómo subsanar la oligarquización de las dirigencias, el fraude y la apatía electoral. Una atmósfera intelectual y política de ningún modo ajena a las transformaciones operadas en la sociedad a raíz del impacto del aluvión inmigratorio europeo en las principales ciudades del país, y la recomposición del régimen y partido gubernamental en manos del segundo Roca que había conseguido “conservar” las riendas del poder electoral convirtiéndose en presidente entre 1898 y 1904. Para entonces, Rodolfo Rivarola y José N. Matienzo pusieron el acento en la crítica institucional y el carácter centralizador del régimen federal soldado en el ciclo constitucional 1853/60. A juicio de Rivarola, los gobernadores ejercían un papel determinante en las elecciones traduciendo lo que Vicente F. López había tematizado con la expresión “representación invertida”. Esa práctica regular lo condujo a proponer racionalizar la pirámide de poder bajo la fórmula unitaria con lo cual ponía en cuestión la fórmula alberdiana, reafirmaba la soberanía de la nación sobre las soberanías provinciales, y depositaba en el régimen municipal las bases del pluralismo político. En cambio, Matienzo subrayó que las desviaciones del gobierno representativo obedecían a los vicios y trampas electorales que restringían la libertad política y el derecho electoral. A su juicio, el sufragio no era expresión de la soberanía popular, sino que representaba una “ficción” producida por “mediaciones descendentes” y “agentes electorales provinciales” que exigían terapias reformistas para fortalecer las instituciones centrales.
Aunque el sistema federal se mantuvo intacto, la reforma política de 1912 impactó en el federalismo político y electoral porque los comicios provinciales celebrados hasta 1915 dejaron como saldo la coexistencia de gobiernos radicales (Santa Fe, Entre Ríos y Córdoba), provincias gobernadas por coaliciones que agrupaban viejos oficialismos con radicales moderados (Mendoza) y las lideradas por agrupaciones tradicionales. A su vez, la integración de las minorías en las legislaturas, el congreso y en las juntas electoras de gobernadores y senadores nacionales exhibieron la pluralidad de la representación política y territorial. Los más optimistas creyeron que dicho resultado atestiguaba el gradual desempeño y mejoramiento del régimen representativo republicano. No obstante, el ajustado triunfo electoral de Hipólito Yrigoyen en 1916 introdujo una nueva fisonomía parlamentaria representada por una discreta superioridad del oficialismo en la Cámara baja mientras la oposición era mayoría en el Senado. Dicho resultado gravitó en la batería de intervenciones federales para volcar a su favor la representación de las provincias en el Congreso que expusieron una interpretación de “soberanía democrática o de los pueblos” radicado en el ejecutivo nacional.
La “doctrina Yrigoyen”, como se la llamó, quedó refrendada en los decretos de intervención que afectaron las provincias en manos de la oposición o el “régimen”, y de las gobernadas por radicales disidentes que fueron atenuadas durante el gobierno de Marcelo T. de Alvear. En general, el principio rector se fundamentó en que el gobierno federal cumplía con la obligación de reorganizar los poderes públicos conforme a la constitución nacional y las provinciales como resultado de comicios viciados por gobiernos perpetuados en el poder que habían violentado las libertades públicas. Al respecto, el decreto de intervención a la provincia de Buenos Aires (1917) expuso que Yrigoyen había sido “plebiscitado” convirtiéndose en autoridad legítima “sobre todas las situaciones de hecho y de todos los poderes ilegales”. A su vez, la dispuesta a La Rioja (1919) subrayó que el gobierno federal cumplía en “dar a los Estados sus gobiernos verdaderos” y que “las autonomías provinciales son atributo de los pueblos, no de sus gobiernos”. Entretanto, la decretada a Mendoza que preparó la consagración de José N. Lencinas como gobernador en 1918, subrayó que el PEN debía garantizar “el libre ejercicio de los derechos políticos y prevenir toda violencia o efusión de sangre”. Esa clave interpretativa se replicó en Santiago del Estero, San Juan y Salta convirtiendo las intervenciones federales en instrumento medular de domesticación política y a Yrigoyen en único interprete del sistema federal.
Con ello, la doctrina Yrigoyen echaba un manto de olvido a la tradición federal acunada por el fundador de la UCR, asociaba la identidad de su partido con la nación y reinventaba el personalismo de los viejos caudillismos en la democracia de masas despertando disidencias que confluyeron en la coalición golpista que quebró el orden constitucional en 1930.