La velocidad no mata: lo que mata es frenar en seco

Pablo Aiquel, especialista en Seguridad Vial, se acomoda los lentes mientras comenta, casi al pasar, que la presbicia no perdona. «Después de los 40, es inevitable», dice entre risas. Es una entrada ligera para un tema que, enseguida, va tomando otra densidad: la velocidad, o más bien, sus consecuencias mortales.
En una charla amena y salpicada de anécdotas, Aiquel plantea un enfoque que desarma mitos: «No es la velocidad la que mata, sino la desaceleración brusca. El paso de una gran velocidad a cero en un instante». Una verdad tan simple como contundente. Lo explica con ejemplos: un avión comercial viaja a 800 km/h sin problemas. Un cohete a la Estación Espacial lo hace a 27.000. ¿La diferencia? No se chocan.
Pero en tierra firme, donde el cuerpo humano es frágil y nuestras rutas no siempre están a la altura, la historia es otra. Aiquel lo dice claro: “La tolerancia biomecánica del cuerpo humano no ha cambiado. Por más airbag o tecnología que tenga el auto, seguimos siendo vulnerables”.
En ese contexto, aparecen los límites de velocidad. ¿Capricho? Para nada. Alemania, símbolo de la velocidad libre, tuvo que retroceder. “Subieron los muertos cuando quitaron los límites. Volvieron a ponerlos, al menos donde más accidentes hubo”. La ecuación es simple: a mayor velocidad, menor margen de reacción, mayor daño.
Argentina, en cambio, sigue debatiendo estas cuestiones mientras arrastra rutas de los años ‘50 y ciudades que crecieron con la ruta como columna vertebral. Quitilipi, Machagai, Presidencia de la Plaza… nombres que se repiten no solo en la geografía chaqueña, sino también en las estadísticas de siniestros. “La ruta 16 es un ejemplo. Ciudades a la vera, motos, peatones, humo industrial… todo en una sola calzada de doble mano”, cuenta Aiquel.
La solución parece clara: rutas seguras, calzadas separadas, accesos controlados. “En Europa, las rutas no pasan por el centro de los pueblos. Se hacen bypass, circunvalaciones. Acá, muchas veces la ruta parte la ciudad en dos”.
Mientras tanto, en Resistencia se circula a 80 km/h por avenidas donde la máxima es 50. “Y en los cruces sin semáforo, debería ser 30. Porque si atropellás a alguien a más de 30, lo matás. No es mala suerte, es estadística”.
La educación vial, dice Aiquel, es una deuda. No solo en la escuela, sino en la planificación urbana, en los controles y hasta en los hábitos. “Se venden hebillas falsas para anular el sensor del cinturón. La gente viaja parada en colectivos de larga distancia. Y eso, ante un vuelco, es letal”.
Los ejemplos abundan, desde el transporte público hasta los diseños de avenidas con canteros angostos o giros a la izquierda mal regulados. “En Rosario, en Córdoba, no se gira a la izquierda. Acá sí, y se producen cuellos de botella. La infraestructura no ayuda”.
España, recuerda, tenía 9 mil muertes al año en los ‘90. Hoy tiene menos de mil. ¿Cómo? “Inversión, planificación, controles, educación. No hay magia”.
El problema, en definitiva, no es solo técnico. Es cultural. Es entender que la ruta es un sistema donde cada decisión puede salvar —o costar— vidas. “Los carteles no están para molestar. Están para advertir. Pero los ignoramos. Somos bastante bocaduras”, lanza con tono campero.
Y mientras ajusta nuevamente sus lentes, Aiquel deja una reflexión final: “La seguridad vial no es una cuestión de suerte. Es de decisiones. Y estamos a tiempo de tomarlas”.